martes, 12 de septiembre de 2023

SOLOS, primeros dos capítulos

 


SOLOS

La línea Maxon Dixon

La nieve que caía de forma parsimoniosa no había cubierto del todo las hojas del último otoño que se agolpaban en el suelo de forma desordenada. Los ladridos de un pastor alemán llamaron la atención de su dueño que paseaba en una gélida madrugada de enero. Nunca podría olvidar la imagen de los dos adolescentes abrazados, con la piel amoratada, quién sabe si por el frío o por la brutal paliza que debieron recibir. A su lado, sobre la tierra, una palabra escrita que estaba a punto de quedar difuminada: amor.

La primera inspección ocular del lugar la realizó el jefe de la policía local. Resultaba evidente que los autores del crimen no tuvieron ningún afán en ocultar sus pisadas en el barro que permitirían a la policía científica determinar el tipo de calzado y su número. Habían muerto a golpes de bates de beisbol que fueron abandonados allí mismo con abundantes manchas de sangre y restos de las víctimas. Solicitó al vecino, al que conocía desde la infancia, que se alejara para proceder con detalle a analizar las condiciones en las que se encontraban los cuerpos. Se tomó su tiempo en avisar a sus compañeros y al juez. Se colocó unos guantes de plástico sin mostrar apresuramiento.

Los dos chicos estaban casi desnudos; sus rostros denotaban tristeza, seguramente debieron morir horas después del ataque de, al menos cuatro o cinco personas, lo que dedujo de las huellas que se amontonaban alrededor. Dos varones, uno blanco y el otro de color. Diez días antes se había denunciado su desaparición, pero nadie había dado cuenta de ellos. En el instituto, ni profesores ni compañeros querían hablar sobre los jóvenes. Hacían una vida aislada del resto, ensimismados en su mundo, decían los profesores.

Para el inspector, lo más importante era evitar que se conocieran los detalles de cómo habían sido hallados. Con sumo cuidado los separó a una distancia suficiente para eliminar las pruebas de una posible relación que el oficial repugnaría. Una vez terminó, tomó su mechero y quemó los guantes que se volatizaron en apenas unos segundos. Se giró y descubrió el último mensaje de las víctimas. Se percató de que nadie lo observaba y con la suela de la bota lo borró.

No había transcurrido ni media hora que el lugar estaba acordonado. Numerosos curiosos se habían acercado, pero nadie decía nada. El silencio solo era roto por la llegada de los familiares que destrozados querían ver a sus hijos. Los periodistas intentaban adivinar los hechos, pero nadie hacía declaraciones, ni siquiera el alcalde.

Era una zona boscosa en el Medio Oeste, pero nada que ver con los grandes bosques de coníferas del norte. Las escuálidas ramas estaban desnudas y los troncos mostraban una apariencia decadente. Muchos árboles no se habían recuperado de la sequía y la bruma se confundía con la contaminación de la cercana central térmica que se había reabierto recientemente.

Los chicos habían desaparecido diez días antes. Salieron de la escuela por el camino de tierra que conducía al norte. Uno de ellos vivía en una zona deprimida habitada mayoritariamente por gente de color. El otro en una zona residencial de clase media alta. Siempre salían y caminaban juntos el trayecto común hasta que se bifurcaba. Ese día ninguno de los dos llegó a su casa.

La denuncia de su desaparición no se hizo esperar, pero ante la ausencia de evidencias de secuestro o de antecedentes violentos, la Policía trató la cuestión como una huida, por razones que seguramente se encontrarían en el curso de la investigación. La única forma de abandonar el pueblo era en coche o en autobús, y nadie del lugar dio noticias de ellos ni en la estación ni en las carreteras. Seguramente marcharían andando hacia la interestatal y allí algún camionero los habría recogido.

Sus compañeros y profesores fueron interrogados, pero nadie había visto nada. Eran dos chicos solitarios. Se relacionaban lo necesario y pasaban todo el tiempo juntos. Pero nadie se metía con ellos ni ellos con nadie. El pastor de la iglesia del barrio del chico blanco no conocía a la familia, aunque sabía de su existencia por los comentarios de otros vecinos que denunciaban su desafección a la parroquia. Quizás fueran los únicos de toda la zona que prescindían de la misa y de las celebraciones religiosas.

Nadie fue a preguntar al barrio del chaval de color, ni nadie fue a interrogar a su pastor. Ni siquiera recibió su familia la visita del alcalde para lamentar lo ocurrido y hacerse unas fotos. No quería encontrarse con una protesta vecinal, ni mostrar las calles de tierra, los postes de la luz medio caídos y los numerosos coches abandonados, saqueados por los chavales para sacarse unos dólares. En el barrio no había colegio electoral de manera que si podían votar debían acudir al centro de la ciudad, donde se construyeron las casas más opulentas y la policía prestaba sus servicios con más rigor. Lo cierto es que nunca votaban y eso les hacía insignificantes a los ojos de la comunidad.

Se organizaron algunas batidas para encontrarlos, pero no se presentaron muchos voluntarios y a los dos días, todo había vuelto a la aparente normalidad. Sin embargo, al vecino, dueño del pastor, sí le llamó la atención que los cuerpos no estaban escondidos, y el lugar se hallaba a menos de tres kilómetros del instituto. Resultaba muy evidente que nadie se había tomado en serio la búsqueda. Cuando el sheriff del condado se percató de que los periodistas acosaban al vecino que había descubierto los cuerpos, lo tomó por el brazo y lo alejó a un cobertizo cercano. Lo amenazó con detenerle y enviarle a la prisión del estado por cualquier causa si contaba a alguien lo que había visto. Su versión debía ser que divisó algo a lo lejos y llamó a la Policía sin acercarse.

El juez ordenó la autopsia y envió las fotografías y las pruebas al departamento de científica de la policía del estado. El dictamen del forense fue la de muerte a consecuencia de una congelación. Habían recibido numerosos golpes en la cabeza, pecho y piernas que le impidieron moverse o pedir auxilio. Sus teléfonos no estaban en el lugar así que seguramente alguno de los autores del crimen debió destruirlos para evitar pruebas. La mayoría de las evidencias fueron desechadas por contaminación. No se encontraron huellas en los bates y las pisadas habían sido borradas sin percatarse por los primeros policías que llegaron al lugar.
 
Fueron enterrados al día siguiente, cada uno en su cementerio. Solo los familiares cercanos y algunos vecinos asistieron. Ninguno de sus compañeros o profesores acudió ni siquiera a mostrar sus condolencias. Ni grandes elegías, ni siquiera una protesta tibia contra el sistema. Lo importante era retornar a la apacible vida de la comunidad. A las pocas semanas, y siguiendo el consejo del alcalde, ambas familias abandonaron el estado y nadie sabe qué fue de ellos.








Sábado, 20 de enero 2029

Todo estaba preparado en Washington D.C. para la toma de posesión del presidente Bill Sanders. Como ya es tradición, el frío era intenso y el Potomac estaba congelado. La ciudad estaba prácticamente tomada por la Policía y el Ejército para asegurar la normalidad del acto. Todo se había cuidado con excesivo detalle teniendo en cuenta las circunstancias de la elección y la propia personalidad del ganador. 

Se había reforzado la seguridad ante las miles de amenazas recibidas, lo que constituía una novedad en la historia reciente del país. Los preparativos eran demasiado evidentes y quizás ese era parte del objetivo del dispositivo. Se habían instalado baterías de misiles en las azoteas de los edificios circundantes, tiradores de precisión en ventanas y balcones. El tráfico de acceso al centro estaba cortado desde la noche anterior y también se había cerrado toda la Capital al tráfico aéreo. Se habían establecido varios anillos de seguridad y todas las alcantarillas estaban selladas después de haber sido inspeccionadas.

En todas las esquinas y plazas, se habían estacionado vehículos blindados de la Guardia Nacional. Desde el día anterior regía el toque de queda. Todos los trabajadores fueron enviados a casa. En el FBI y el Servicio Secreto la tensión era máxima, y todo estaba previsto en su planeación.

A los pies de las escaleras del Capitolio se colocaron cinco mil sillas para el público invitado. El resto de los asistentes debían permanecer en el Mall, detrás del Obelisco a Washington. Desde allí, unas pantallas gigantes permitirían seguir la ceremonia. A las siete de la mañana se abrió el acceso. Cientos de policías estarían encargados de cachear a todos los asistentes. A pesar de los requerimientos del presidente electo para que los asistentes pudieran ejercer su derecho a portar armas en el acto, el FBI lo desestimó. Desde el centro y sur del país, los feudos electorales de Sanders donde cimentó su victoria, acudieron miles de enfervorizados seguidores del partido republicano que había cambiado su nombre por «Only America». La inmensa mayoría de raza blanca. Aunque hacían mucho alboroto, no conseguían llenar el vacío al que la ciudad había sido sometida. En las calles no se notaba alegría, más bien se palpaba una tremenda tensión ante los cambios que se avecinaban con la nueva presidencia.

La inmensa mayoría de los asistentes habían viajado en autobuses, aviones y en vehículos propios, sumaban decenas de miles de enfervorizados hooligans. Sanders quería hacer una demostración de fuerza en la Capital, a la que durante la campaña señaló como «centro de latrocinio y de expolio de los buenos americanos». De cientos de parroquias habían salido autobuses fletados por los pastores que habían sido el principal apoyo en la campaña presidencial. Movimientos supremacistas, sindicatos de camioneros, motoristas que llegaban a miles en sus Harley Davidson, completaban el panorama de ese veinte de enero.
La Guardia Nacional, que unos meses antes había acompañado al ex presidente fallecido a lo largo de la avenida Pensilvania, ese día rendía honores al nuevo mandatario.

Una hora antes del comienzo de la ceremonia se abrió la tribuna de invitados, mientras que un coro del templo del Juicio Final, construido en Wisconsin, patria del nuevo presidente, amenizaba el acto con cantos religiosos. Allí debían sentarse los congresistas y senadores, altos funcionarios, empresarios, cuerpo diplomático, representantes del mundo de la cultura, pero cuando estaba a punto de comenzar el acto, la mitad del aforo permanecía vacío. Sanders había ganado las elecciones habiendo señalado como enemigos a muchos de los que debían sentarse allí.

El nuevo presidente había conseguido en unos pocos años romper con el viejo sistema de partidos. La tibieza del tradicional partido del elefante con cuestiones claves para una buena parte de la sociedad como el aborto, las relaciones con Europa, la pena de muerte o la arrogancia del establishment, lo llevaron a una escisión sin precedentes. La división de los moderados en dos o tres partidos y el sistema mayoritario hicieron el resto. Esta vez no hubo discusión, Sanders alcanzó los 279 votos del Colegio Electoral, y se convirtió en presidente. Poco importaba su escasa presencia en las Cámaras, tenía suficientes instrumentos para imponer su agenda. Nadie de la Administración saliente acudió; aquel resultado electoral representaba lo opuesto a todo lo que habían defendido durante sus dos mandatos.

Solo el anciano expresidente Trump acudió a la ceremonia, estaba exultante. A pesar de los numerosos intentos de la fiscalía para que fuera condenado, sobrevivió a todos los intentos, pero fue incapaz de convencer de su honestidad al pueblo norteamericano, que terminó eligiendo a un desconocido congresista de Wisconsin que había conseguido duplicar los recursos de demócratas y republicanos para la campaña.

El mundo estaba expectante ante su discurso inaugural. Los antecedentes habían generado un gran impacto en todas las cancillerías, especialmente entre las aliadas, pero nadie hasta ese fatídico sábado de noviembre previó que este joven radical de Wisconsin al que se había acusado de lazos con Eduardo Noé, el líder del movimiento «America for God», asesinado en México por unos sicarios después de descubrirse lazos con el narcotráfico pudiera llegar a ser el siguiente inquilino de la Casa Blanca. Pero su red de poder llegaba a los juzgados, cámaras estatales, iglesias y estaciones de policía. Una red de más de dos mil emisoras de televisión por todo el país daba voz a sus ideas, que cada vez eran más radicales. Pero esto daba igual, millones de personas seguían sus mensajes con una fidelidad inquebrantable. La veracidad de la información no era importante, lo relevante era que fuera consecuente con los objetivos políticos.

Muchos dudaban de que finalmente pudiera llevar a cabo las políticas que había anunciado durante la campaña. En Europa se confiaba en la fiabilidad del sistema político norteamericano y en la descentralización del poder que impediría a un presidente sobreponerse a la voluntad de los ciudadanos y de los estados. Restablecer los lazos con Rusia y terminar con el apoyo a Ucrania en su interminable enfrentamiento con Moscú, era una de sus prioridades. Disolver la Alianza Atlántica y duplicar el gasto militar eran sus objetivos inmediatos en política exterior. Sentía una especial aversión contra Europa y por sus políticas que consideraba contrarias a la ley de Dios, algo que en su cabeza no entraba de ninguna manera. Dios debía hacer algo con esos liberales europeos, y si no, quizás él sería la mano ejecutora.
 
Su discurso no defraudó a sus seguidores. Prometió la prohibición del aborto en todo el territorio nacional, del matrimonio homosexual. Derogaría asimismo las normas que favorecían a colectivos LGTBIQ y a minorías en el acceso a empleos públicos y privados y a consejos de administración. Se comprometió a eliminar cualquier vestigio socialista en los sindicatos y animó a suprimir las donaciones a movimientos feministas que atentaban contra los principios básicos de la sociedad americana. En la necesidad de atraer a las fortunas del país avanzó reducciones de impuestos, abandono de las medidas contra la contaminación, tanto nacionales como internacionales, liberalización del suelo. Se comprometió a reducir el empleo federal en un cincuenta por ciento, lo que afectaría sobre todo a las personas de color.

Su público, enfervorizado aplaudía sus promesas, que eran respondidas por el candidato con la misma expresión: «con la ayuda de Dios». Terminado el acto, todos los asistentes entonaron cantos religiosos ante el asombro de los invitados extranjeros que abandonaron el lugar con premura ante la posibilidad de que se produjeran hechos violentos. Aunque estaba prohibido portar armas durante el acto, nadie dudaba que en los maleteros de los coches de los miles de visitantes aparcados en la zona del aeropuerto Reagan se amontonaría un enorme arsenal.

Como es tradición al llegar al despacho oval firmó tres órdenes ejecutivas: el indulto pleno al ex presidente; la obligatoriedad del rezo en las escuelas y en los trabajos al comienzo y final de sus actividades y la expulsión de las fuerzas armadas de todos aquellos que no fueran heterosexuales. Así fue el primer día de la «Nueva América» que prometió Bill Sanders.

El presidente del Tribunal Supremo Isaías Marshall cumplió su cometido constitucional de tomar juramento al nuevo presidente, a pesar del abismo ideológico que le separaba de Sanders. Abordado por los periodistas al abandonar el Capitolio recordó la famosa cita de Abraham Lincoln de que América nunca sería destruida desde el exterior. Esa era la sensación que había dejado la victoria y el discurso de toma de posesión del presidente, el país podría entrar en una deriva en la que se acentuaran las divisiones y se fortalecieran los mensajes catastrofistas.

Esa misma noche en una vigilia ante la estatua de la Libertad se recordaban las palabras de Glover Cleeveland en la inauguración del monumento donado por Francia. 

We will not forget that Liberty has here made her home; nor shall her chosen altar be neglected. Willing votaries will constantly keep alive its fires, and these shall gleam upon the shores of our sister republic in the East. Reflected thence, and joined with answering rays, a stream of light shall pierce the darkness of ignorance and man’s oppression, until liberty enlightens the world.

No olvidaremos que la Libertad ha creado aquí su morada y no se descuidará su altar elegido. Su fuego se mantendrá vivo que brillarán en las costas de nuestra hermana la República Francesa, y desde allí, y juntos con los rayos de respuesta, una corriente de luz atravesará la oscuridad de la ignorancia y la opresión del hombre, hasta que la libertad ilumine al mundo.

El mundo estaba en vilo ante la posibilidad de que esta alianza por la libertad en las dos orillas del Atlántico se quebrara en mil pedazos y los cimientos del mundo actual de derrumbaran para siempre.





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