¿Por qué los ayatolás persiguen la erradicación de Israel?
La superioridad israelí ha dado vitaminas a los países sunitas para resistirse al expansionismo iraní. Eso explica la obcecación de Teherán con Israel.
Dos países separados por casi dos mil kilómetros, con países árabes sunitas de por medio, andan enfrascados en una guerra desde hace cuarenta y cinco años, sin que se conozcan realmente cuáles son las causas de esta inquina ni sus objetivos. Para entendernos hay que hacer un poco de historia.
Los chiitas, como musulmanes minoritarios empeñados en discutir la autoridad política de los omeyas y en imponer a los jefes religiosos como líderes políticos, han sido bastante maltratados a lo largo de la historia. La primera explicación práctica es muy sencilla. Siendo dos, los pilares que sucedieron a Mahoma, uno chiita y otro sunita, los que fundaron las bases del islamismo, apenas el 12% de la población musulmana es chiita, o sea que no han tenido ni la misma salud ni la misma seguridad que la otra rama. Durante siglos fueron los parias, perseguidos por todos los sunitas, y en especial por los mamelucos, que casi los exterminaron. Los pocos que quedaron huyeron por pies y se asentaron en Líbano y más al Oriente, buscando la protección de la lejana Persia. Eran como los judíos de nuestra Edad Media, pero en pobres e incultos.
Persia, que lleva dos mil quinientos años intentando, sin mucha suerte, dominar todo el Islam de la Península Arábiga, sufrió la invasión y el dominio sunita desde los inicios del Islam, hasta que en 1501 logró liberarse de este yugo. Necesitado de una legitimidad y de una ideología diferencial, adoptó el chiismo como religión oficial del futuro imperio persa, basada ni más ni menos que en el yerno y elegido sucesor por Mahoma, y aquí ya tenemos el lio montado.
Pero hasta en Persia, los chiitas fueron los parias de una sociedad clasista, dominada por la clase dirigente, que adoptó el chiismo como religión de interés, como los nobles alemanes inventaron el protestantismo, pero condenando a la mayoría de su población chiita a la miseria y la esclavitud. No les pasó algo muy diferente en Líbano y en Irak, donde sufrieron persecuciones y genocidios.
Así que cuando la URSS miró al sur dispuesta a una alianza teóricamente imposible entre el Islam y el comunismo, encontró en la oposición a la familia Phalevi, el caldo de cultivo para instaurar la lucha de clases en el Islam, donde los chiitas eran los oprimidos. En este poso ideológico se funda el régimen de los ayatolás para imponer la sharía a la minoría progresista y occidentalizada de Irán como forma de instaurar una república socialista islamista, increíble pero cierto.
Los Estados Unidos, mientras, aprovechándose del excelente trabajo de Lawrence de Arabia, consiguieron atraer a la casa de Saúd y fundar un estado de arena y beduinos, con petróleo a raudales casi al alcance de la mano, que habría de convertirse en el tapón entre las dos grandes potencias históricas de la región: Egipto y Persia. Pero los británicos percibían que se quedaban fuera de la tarta y consideraban que los Saúd eran de fiar lo justo. Ahí nace el Estado de Israel. Con esta idea pergeñada por Balfour y Churchill, se solucionaba un problema histórico de 2.000 años y se metía en medio de la olla a un país de occidentales con una religión que le sacaba unos seis mil años de ventaja a la musulmana. Es muy probable que los líderes occidentales no confiasen mucho en la capacidad de expandirse de Israel. Es más, el acuerdo de Partición era un acuerdo de extinción, tal y como fueron dibujadas las fronteras. Así que tampoco visualizaron mucho problema; si finalmente eran derrotados, habrían lavado nuestras conciencias.
Nada más declararse la independencia de Israel y la partición del territorio, denominado por los británicos Palestina, en un Estado judío y otro árabe, las dictaduras de alrededor se abalanzaron contra el primero. El Acuerdo de Partición implicó la Nakba, o la salida forzosa o voluntaria del nuevo estado de 700.000 palestinos a los que se negó el derecho de retorno. Nunca fueron bien acogidos por nadie en el mundo árabe y por ello fueron caldo de cultivo para las ansias soviéticas de promover el terrorismo en Occidente, aprovechándose de la tragedia palestina.
La Unión Soviética, muy interesada en quitarse una parte enorme del problema judío en Europa del este y asumiendo que su Dios había nacido judío, aprobó junto a Estados Unidos y el Reino Unido la Declaración de Independencia del Estado de Israel. En los tres años posteriores emigraron setecientos mil judíos desde Occidente, a los que habría que añadir el millón que, entre 1948 y 1970, fue expulsado de los países árabes. De esta Nakba no se suele hablar tanto. Luego, en 1973, fueron expulsados los palestinos de Jordania hacia el Líbano. De esta tampoco se suele hablar mucho. Pero vamos, una minucia comparado con los sesenta millones de desplazados forzosos por la partición de la India y los tres millones de muertes provocadas en los meses siguientes a la creación de dos estados confesionales diferentes, y esta tragedia no nos asalta todos los días
La URSS creó en los años cincuenta el panarabismo, y lo financió con un solo objetivo: sacar a las potencias occidentales del petróleo árabe y dominar el comercio mundial que transcurría por el canal de Suez. Consiguió su propósito parcialmente, ya que sacó a franceses y británicos con el apoyo de Estados Unidos, que se convirtió en la alternativa hegemónica al panarabismo, con unos fuertes lazos con Israel, Arabia Saudita y Persia. La URSS vio con claridad que el punto más débil de esta lista era Persia, con un emperador que sometía a su pueblo, especialmente al chiita, a una opresión y miseria impropias de un país inmensamente rico. Fue el Sha el que comenzó el programa nuclear en los setenta y fue el Sha el que convirtió al ejército persa en el dominador de la zona, mientras que los aliados de Moscú se hacían fuertes en Egipto, Líbano,Siria, Irak y Jordania. Por estas razones, Irak se embarcó en una guerra de ocho años con Irán: para detener el expansionismo iraní. Y por eso contó con el apoyo occidental.
Jordania, después de soportar un intento de golpe de estado palestino en 1973 y una guerra civil, que los palestinos denominan Septiembre Negro —nombre adoptado por el terrible grupo que aterrorizó a Occidente durante los años setenta—, cayó en el ámbito occidental. Egipto, con Sadat y los acuerdos de Camp David, giraba hacia Occidente, así que la URSS estaba a punto de perder la partida y optó por provocar la revolución en Irán y la invasión de Afganistán, los dos países más occidentalizados del mundo islámico. Hoy Bielorrusia e Irán son los últimos vestigios del bando soviético en la Guerra Fría. Y por eso mantienen un entendimiento tan especial con Putin.
La revolución de los ayatolás fue una pieza más de la Guerra Fría. La URSS atestaba un golpe mortal a los Estados Unidos y condujo al país integrista al odio a lo occidental, a lo norteamericano y, por supuesto, a Israel. Esas eran las señas de identidad que los separaban del mundo sunita, mayoritariamente tornado hacia Occidente.
Desde 1978, Irán ha luchado por convertirse en un actor estratégico, extendiendo su influencia por Irak, Siria, Yemen y el Líbano. Lo intentaron en Jordania, pero Hussein se salvó por los pelos. En Egipto con los hermanos musulmanes, pero Al Sisi les paró los pies. Y en los países del Golfo con presencia chiita significativa, pero los petrodólares hicieron bien su trabajo y en Yemen controlados por el ejercito Saudí. No cabe duda de que la superioridad de Israel sobre Irán, ha dado vitaminas a los países sunitas para resistirse a Irán y a su expansionismo, y aquí empezamos a entender la obcecación de Teherán con Israel.
En resumen, Irán nunca ha tenido el menor interés por la causa palestina, ni por los santos lugares de Jerusalén. Sus objetivos son mucho más geoestratégicos: volver a los tiempos del imperio aqueménida, que abarcaba desde Trípoli hasta las estribaciones de la India, Macedonia, el Nilo y, por supuesto, la tierra de judíos y fenicios. La Península Arábiga fue ignorada en aquella época, ya que allí no había nada de valor. Y quizás por ello nació el Islam en La Meca y en Medina: porque estaba alejada de los centros de poder de la época.
Algunos aducen que la alianza entre Hamás e Irán es contra natura. Y es cierto que, desde el punto de vista religioso, están muy alejados. Pero como pueblo oprimido y abandonado por el mundo sunita pro-occidental, Hamás ha encontrado en las bases del Irán integrista y socialista una guía, un apoyo financiero, una dirección militar y, sobre todo, una guía de legitimización. Todo ha sido fomentado por Irán, por supuesto. Y por eso Hamás se convirtió en un gigante militar: para meter cizaña en el mundo palestino y provocar una involución en la región que contribuyese a la destrucción de Israel. No hay causa histórica o política que explique el apoyo de Irán a Hamás, salvo su deseo de eliminar a la única oposición real que tiene en la región. Saben que si cae Israel, todas las potencias árabes caerán como piezas de dominó.
Israel se encuentra en una difícil tesitura: sola no puede destruir la capacidad militar de Irán. Podrá retrasar algunos programas de armamento, o dañar alguna infraestructura crítica, pero mientras siga el régimen político opresor, toda la región estará amenazada. Quizás a partir de aquí podríamos aventurar cuáles serán los hipotéticos objetivos de Israel en su respuesta a Irán. El único problema u obstáculo dependerá de las capacidades secretas que haya alcanzado Irán en el programa nuclear. Solo si existe la plena seguridad de que al descabezamiento seguirá un cambio de régimen que aporte estabilidad, Israel podría plantearse una operación similar a la de Haniya o Nasrallah. Pero como eso se antoja muy improbable, a todas las partes le bastará con ganar tiempo y reducir al máximo la capacidad militar del enemigo.
Israel, aunque esté en una retórica de guerra, no puede estar permanentemente en guerra. Su economía y su sociedad no lo permiten. Para un régimen autocrático, esto es simplemente un pequeño obstáculo con el que podrá vivir mil años más. Así que Israel tiene menos tiempo para alcanzar un objetivo militar suficiente que le permita tirar otros veinte años. Solo hay una barrera infranqueable para Occidente: Irán debe abandonar, por las buenas o por las malas, su programa nuclear. Si no, dentro de diez años tendremos la peor de nuestras pesadillas.