Decía Hemingway que París era una
fiesta en los años veinte. Viena a comienzos del siglo XX era el centro
intelectual europeo destacando Freud, Klimt o Zweig; Thomas Mann publicó la
montaña mágica en 1924 en Alemania; Lorca escribe el romancero gitano en 1924 y
Wittgenstein escribe el Tractatus en Cambridge en 1921. Son los tiempos de
Picasso, Dalí, Braque, Kandisky. Fleming descubre la Penicilina y Albert
Einstein la Teoría de la relatividad y nace la televisión.
La economía mundial asistía a la
maduración de la revolución industrial y los coches y los trenes comenzaban a
llenar el espacio de burros y carruajes en las ciudades. La sociedad de
Naciones nace después de la Primera Guerra Mundial para crear un foro
internacional de paz donde se discutan sobre la mesa, y no como antes por
debajo, los problemas del mundo. Aparentemente, Europa asistía al
momento más feliz de su historia y con mayor prosperidad. Sin embargo en 1914
estalló la Gran Guerra y veinticinco años después la Guerra Mundial; entre las
dos casi cien millones de muertos. La gente vivía feliz en el París de 1909 y
en el de 1936 y nadie presagiaba lo que estaba por acontecer, pero sucedió.
Las razones que llevaron a estas
dos contiendas, como casi siempre ocurre, no fueron únicas sino concatenadas.
Por una parte, el auge de los nacionalismos en Europa en un momento de mayor
reivindicación social; la aparición de los movimientos terroristas, de grupos
comunistas y anarquistas y la represión de los gobiernos también brutal y sobre
todo las ambiciones hegemónicas de unas potencias que no respetaban derechos ni
límites a su política exterior en base a consideraciones religiosas, raciales e
incluso familiares. Como elemento dinamizador, la crisis económica que lleva al
poder a movimientos revolucionarios que tienen un origen claramente
nacionalista. Populismos y nacionalismos hegemónicos están en la causa de las
guerras europeas, incluyendo entre ellas a la guerra civil española.
Ambos movimientos se concentran
en el enfrentamiento social, fracturando a las sociedades que se consideran
injustas pero ofreciendo modelos de confrontación civil como alternativa. Se
exacerban los movimientos racistas, el antisemitismo, el fascismo, el
comunismo, la violencia generalizada como mecanismo de difusión del terror para
alcanzar el poder. Todos estos movimientos se aprovechan de la radio y de la
prensa para difundir sus ideas, frente a unos emperadores y gobernantes que
apenas tenían que convencer a sus compañeros de cafetín.
El recurso a la guerra siempre es
fácil de decidir; cómo seguirla y cómo terminarla, escapa a la voluntad de sus
creadores que asisten a la creación de monstruos que son incapaces de controlar
como en la obra de Mary Shelley. Es fácil convertir un conflicto pequeño en uno
mayor si se azuza el fuego en el momento oportuno y con los medios adecuados.
Ucrania es el vivo ejemplo, de cómo se pasa de la noche al día de ser un estado
pacífico a una situación de guerra civil y a una invasión militar de una
potencia que hace del nacionalismo hegemónico basado en motivos raciales y
religiosos el leitmotiv de su estrategia política; pero pensemos en la
disgregación de la vieja Yugoslavia y sus consecuencias en términos de
nacionalismo, racismo, guerras como otro ejemplo dramático y mucho más
reciente.
Durante muchos años, a medida que
las sociedades europeas crecían y prosperaban y la democracia y la unidad
europea se convertían en realidades, nos convencimos de que otra guerra no era
posible. Que los incentivos para preservar la paz eran demasiado sólidos como
para ser quebrados por conflictos o intereses nacionales o regionales. Las
clases medias ilustradas que crecieron en la Europa de posguerra eran la mayor
garantía de estabilidad para el viejo continente.
Pero en los últimos veinticinco
años se han producido unos cambios tan brutales en la realidad política y social,
que no hemos sido capaces de digerirlos pero que nos están conduciendo hacia lo
que los meteorólogos llaman una tormenta perfecta. Aquella en la que coinciden
todos los elementos de muy diversa naturaleza y dirección pero que unidos
producen una ciclogénesis explosiva.
La gran potencia hegemónica
Europea, Rusia vio perder en unos pocos años todo lo ganado en el campo de
batalla de la Guerra Mundial. Toda su área de expansión e influencia se diluyó
de golpe, y vio como sus antiguos satélites caían como piezas de dominó en el
lado occidental, en la búsqueda de un espacio de libertad en su sentido más
amplio. La ciclogénesis rusa no solo afectó a sus fronteras exteriores sino que
al interior, los movimientos separatistas de repúblicas sojuzgadas durante
siglos al imperio ruso, vieron una oportunidad de revindicación abriendo
frentes de conflicto en toda Europa. Pero en el fondo estos conflictos denotaban
un contenido de nacionalismo exacerbado. Se trataba de proteger al ruso frente
al kazako o uzbeko. No tienen más que pasear por el metro de Moscú para notar
el racismo latente de la sociedad rusa. Pero lo pueden sentir igual en Berlín, Bruselas o
en París.
El terrorismo fundamentalista
islámico ha sido otro frente que ha abierto una profunda herida en Occidente,
pero que no sería una amenaza estratégica sino fuera por la profunda
inmigración musulmana en Europa y en menor medida en Estados Unidos. Una minoría
que crece y que reivindica sus derechos religiosos en una sociedad
profundamente laica que no acaba de asimilar reclamos como el uso del burka o
contra la libertad de expresión o la igualdad sexual. La ola de anti-islamistas,
anti-cristianos, antisemitas anti todo prima en las sociedades y también en las
relaciones, algo que creíamos había terminado con el fracaso de la IV Cruzada.
Los momentos de convulsión
siempre son aprovechados por los movimientos extremistas que sobre la base de
un lenguaje de confrontación, aparecen en los momentos en lo que se necesita más
estabilidad, y que con mensajes fáciles, los mismos de Lenin, Goebbels, Mussolini
y José Antonio, llegaban al corazón de gentes que se sentían excluidas del
sistema y que sólo podían asentir ante verdades que ellos consideraban
inapelables.
Los avances sociales y políticos
en la Europa de posguerra han traído una prosperidad nunca conocida. No tenemos
más que ver el caso español, donde pasamos en una sola generación de ser pobres
a ser ricos pero de primer nivel. Pasamos de la guadaña a las subvenciones de
Bruselas; de los caminos de bueyes a las autopistas; del tren de vapor al AVE,
del colegio del pueblo a los centros escolares; de los médicos de pueblo a las
ciudades hospitalarias, de los jóvenes marchando a trabajar fuera a la
universidad pública y gratuita. Un poco de perspectiva histórica nos devolvería
a una correcta valoración de la realidad. Pero la memoria es frágil y ante
momentos difíciles o de convulsión, olvidamos lo esencial, lo bueno que se
hizo, para centrarnos en los mensajes sencillos, pesimistas y de confrontación.
Siempre hay que buscar la culpa en otros, no podemos ni queremos asumir un acto
de contrición colectivo. Hitler en los judíos; Mussolini en los sindicatos,
Lenin en la burguesía, Azaña en la iglesia, Franco en los masones. Buscar un
culpable y crucificarlo está al alcance de cualquiera pero gobernar para la
mayoría requiere de una paciencia y ortodoxia que a veces no se comprende por
lo que se alteran porque Google no encuentra una respuesta en menos de cinco
segundos.
Como la radio transformó los años
veinte y por los micrófonos llegaban a todos los hogares los mensajes de
Churchill, Goebbels o Franco sin que nada pudiera detener a las ondas, ahora
las redes sociales y la televisión se convierten en amplificadores de cualquier
noticia por nimia que sea. Si decía Goebbels que una mentira dicha muchas veces
puede convertirse en verdad; hoy sólo necesitamos de un tweet o una entrevista
de televisión para crear una mentira, fundamentarla y convertirla en verdad de
fe, sin poder ya someterse a contradicción.
Nunca en la historia de la
humanidad ha habido menos corrupción política que en la actualidad, y sin
embargo nunca se habló tanto de ella. Desde que los patricios desahuciaban a
los plebeyos y vendían derechos de ciudadanía en Roma; la iglesia vendía bulas
para la salvación de almas; los reyes prohibían la caza en sus fincas, hasta la
nacionalización de palacios en Rusia para uso del partido y de sus miembros,
las expropiaciones forzosas de bienes de republicanos por afectos al régimen
franquista. El secreto bancario, los paraísos fiscales, las mafias que
sobornaban a policías. Hoy en día los ministros y príncipes van a la cárcel
como cualquier ciudadano, algo impensable hace solo cincuenta años. Sin embargo
no cesamos de oír hablar de corrupción, y todo porque se convierte en causa
justa o justificación de los movimientos que buscan la confrontación, porque
siempre la corrupción es la que hacen los demás, mientras que la propia se
justifica en la necesidad de contar con medios para la revolución o la
transformación.
Si Miramos hoy Ucrania y la
comparamos con la que vimos hace pocos años en el europeo de fútbol; si vemos a
los movimientos populistas crecer en Francia, España, Grecia, Hungría,
Alemania, Reino Unido y los países nórdicos; si vemos como el antisemitismo renace;
como el racismo crece en Europa; como las recetas fáciles colman el hambre de
las masas, no nos parece tan remoto aquel ambiente de principios del siglo
pasado. Solo hacen falta las chispas que enciendan la mecha, y el resto se
vuelve incontrolable. Nos estamos
empeñando en encender fuegos más que en apagarlos; es mas nos conformamos con
apaciguarla la llama, para no molestar o aparecer agresivos, y éste es el peor
error que se puede cometer. Las llamas hay que apagarlas del todo antes de que
el fuego se extienda.
Dos grandes equivocaciones se
cometieron entonces y que sin duda llevaron a la convulsión de la guerra. Por
una parte, los partidos tradicionales se dejaron llevar ante el empuje de los populismos
y no les plantaron cara. Creyeron que sería más fácil manejarlos que
enfrentarlos y terminaron devorados por estos monstruos. Si Hindenburg no
hubiera abierto la puerta a Hitler sino que se hubiera enfrentado a él; o Víctor
Manuel a Mussolini, o Alfonso XIII a Primo de Rivera; si no les hubiera
temblado el pulso ante la amenaza de perder sus privilegios, seguramente la
fuerza de la razón y del estado los habría detenido.
El segundo error fue no leer su
realidad económica y social. Es muy difícil en el mundo del siglo XXI construir
una sociedad sobre la base de la desigualdad y la no integración. Los gobiernos
vieron en reclamaciones legítimas una amenaza, un ataque al sistema político y
social burgués nacido de la revolución francesa. No se puede engañar a la gente
con falsas recetas, salvo que luego vaya a ser masacrada en sus derechos. Las políticas
expansionistas de los fascismos llevaron a la ilusión óptica de la superación
de la crisis y por ello recibieron un gran apoyo de las clases medias y bajas.
Cuando se quisieron apercibir del cuento que vivían ya fue demasiado tarde.
Pero los gobiernos sensatos no
deben competir con los populismos, porque ese será su final. No pueden prometer
la felicidad a todo el mundo porque eso podría estar en manos de Dios y ni
siquiera lo consigue. No todos los derechos, necesidades, caprichos de todos
los ciudadanos pueden ni deben ser satisfechos por el gobierno, por muy
legítimos que a cada uno le parezcan sus necesidades. Los gobiernos sensatos
europeos deben asumir políticas realistas y sostenibles, porque por mucho que
nos guste este sistema de bienestar, no es perdurable. Pero cuando unos
ciudadanos se sienten marginados del mercado laboral, de las instituciones,
cuando no tienen las mismas opciones vitales, los cimientos del sistema
quiebran.
Estamos en estos momentos de
encrucijada histórica en un cruce de caminos que puede llevarnos al abismo o a
la estabilidad; sin duda el primero es mucho más aparente y atractivo; pero qué
le vamos a hacer, es el segundo el que nos lleva a buen término. Si elegimos mal
como hicieron unos pocos ucranianos, aquellos que se manifestaban, cuando la
gran mayoría aplaudía o se quedaba en su casa, o ignoraba o no se consideraba
afectada por los acontecimientos, podemos caer en el mismo abismo, y hoy
cualquier país de Europa podría ser Ucrania a pocos que nos pongamos a ello.
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